Capítulo 8. Los extranjeros
Fuimos hacia El Errante; debíamos recoger nuestros caballos y salir hacia Valdepeñas. Tendríamos que hacer un alto en el camino, en Granada, donde recogeríamos a nuestros amigos; las noticias volaban y no sabíamos nada de ellos desde hacía tiempo.
Al llegar a la hospedería no nos recibió el niño. Era sospechoso, pues el chico siempre salía a recibirnos. Entramos en el establo y vimos a dos individuos. Eran grandes y gordos, y vestían ropas mugrientas. A esto llevaban los alzamientos: los ladrones y vándalos salían de sus escondites. El más gordo tenía al chico cogido por el cuello e intentaba robarle. El niño, que no podía gritar, estaba cambiando de color y comenzaba a azularse.
—¡Soltad al chico ahora mismo! —grité.
—¿Y si no lo suelto? —preguntó bravuconamente uno.
—Pues será tu último día —sentenció Pepe.
—Ven y bájalo tú mismo —le dijo el otro.
—No quieras que vaya —tercié yo, sacando la francisca.
El otro, apoyado sobre un poste que separaba dos de las cuadras, nos miraba intentando intimidarnos. Sin pensarlo, lancé la francisca hacia el poste, en el que se clavó. La cara de los ladrones cambió, sobre todo al ver a Pepe coger el Baker y a Fabio sacar su enorme hacha. En ese momento supieron que no nos andaríamos con tonterías. Tras dejar al niño en el suelo, echaron a correr, despavoridos, y saltaron por una pequeña ventana que había al final del establo, que comunicaba con la pocilga que había en la casa de al lado, llena de cochinos.
Me acerqué al muchacho y lo desperté. Estaba casi inconsciente, pero al darle una suave bofetada en la mejilla reaccionó y consiguió ponerse en pie. Lo reanimamos y le ayudamos a preparar las monturas. Le preguntamos si había algún caballo en venta; en ese momento eché de menos los caballos franceses que le habíamos regalado al Huraño. El chico nos dijo que tenía que hablar con el dueño de El Errante, salió en su busca y al poco llegó con él.
Finalmente nos vendió un caballo. Era completamente negro y tenía las patas blancas y peludas, y se veía fuerte y grande. Nos dijo que era un shire, un caballo inglés; no tenía mucha velocidad, pero lo compensaba con su resistencia y fuerza. Tenía el pecho ancho y unos cuartos traseros poderosos. Fabio debía ponerle un nombre. Aquel pasaría a ser su fiel compañero en esos días tan duros que nos esperaban, y debería cuidarlo y tratarlo como si fuese su hermano. Fabio decidió que lo llamaría Caballo, un nombre muy original.
La montura nos la cobró aparte. Estaba hecha en cuero y llevaba refuerzos; el hombre que iba a cabalgar aquel caballo era grande. Los uniformes de cazadores los metimos en un hato y se los dimos al chico, al que ordené que se deshiciera de ellos. Lo mejor que podía hacer era prenderles fuego. Le dimos una muy buena propina, colocamos todas nuestras pertenencias en los caballos y, una vez preparados, marchamos en busca de nuestros compañeros.
Con el crepúsculo, situados en una colina cercana a Cádiz, nos detuvimos y nos giramos para contemplar aquella panorámica tan espectacular que nos ofrecía la isla gaditana: el sol, bañándose en el océano Atlántico, inundaba con su último aliento toda la costa. Aún se podían ver restos de los fuegos provocados durante ese largo y duro día. Las campanas de la catedral Nueva repicaban, y su eco nos llegaba como si estuviésemos justo al lado, en El Errante.
No sabíamos nada de los amigos que dejábamos allí: Carlos, Maribel y el general Álvarez de la Campana. ¿Qué habría sido del cuerpo del capitán general? Mientras suspiraba, un ahogo invadió mi corazón. Albergaba, por lo menos, la esperanza de que hubiese tenido un entierro digno, como se merecía un hombre como él, todo un patriota.
Pepe se giró y nos urgió a partir. Teníamos que llegar a una aldea llamada Paterna de Rivera, donde haríamos noche. Conocía un pequeño refugio de pastores; no era una hospedería, pero para pasar la noche no estaba nada mal. En poco más de dos horas llegaríamos a destino. El sol se ocultó tras un manto rojo y dio paso a un cielo sin nubes, en el que se podía contemplar un mapa de estrellas iluminadas por una gran luna amarilla.
Al llegar al refugio, atamos los caballos a un gran árbol que crecía en la entrada. Les quitamos las monturas, pues necesitaban descansar. Como había un bebedero cerca, los llevamos para que se refrescaran. Mientras, Pepe trajo algo de pasto que había en una habitación colindante con el refugio. Nos contó que los pastores que pasaban por allí no traían cabras, sino toros, y que ese tipo de pastoreo se hacía a caballo, de ahí que hubiese un bebedero preparado y pasto en aquella habitación.
Fabio recogió un poco de leña y encendimos una pequeña fogata. Nos quedaban algunas provisiones. Pepe sacó un trozo de tocino; mientras, con unos palos, hice unos pinchos para poder asarlo. Nos sentamos los tres alrededor de la fogata y nos dispusimos a cenar al calor del fuego.
—Cuéntanos algo de ti —le pedí a Fabio.
—Soy del Brasil, de la región de Espírito Santo, una aldea costera.
—¿Cómo sabes hablar tan bien nuestro idioma? —preguntó Pepe.
—En mi aldea había un cura español. Además, llevaba unos cuantos años con el general Solano —contestó escuetamente.
—Bueno, y ¿cómo has acabado de mayordomo del capitán general? —pregunté, intrigado.
—Un día llegaron a mi aldea los portugueses, y a todos los mayores de dieciséis años nos obligaron a ir con ellos. Necesitaban gente para su ejército; luchaban contra los españoles y sabían que muchos de nosotros hablábamos español gracias al cura, Jacinto, y que éramos grandes luchadores en peleas cuerpo a cuerpo, un baile tradicional que ocultaba en realidad un estilo de lucha. No tuvieron compasión de nosotros, les dio igual que dejáramos familia, mujeres e hijos; no les importábamos lo más mínimo —contó mientras apretaba el puño. Luego continuó—: Nos llevaron a Portugal, y allí nos separaron. Mi hermano venía conmigo y hace cuatro años que no sé nada de él. A mí me destinaron al sur, donde, después de varias batallas, nos capturaron.
»Los españoles sacaron su lado más colonizador y a nos trataron como esclavos. Nos llevaron a Cádiz, donde nos vendieron como si fuésemos animales. Un hombre árabe, gordo, vestido con una gran túnica blanca con las mangas doradas, me compró y me llevó a su casa. A ese lo conocéis, es Abdel Samí. Me dijo que sería mi amo y que le debía obediencia; si no, me mataría. Además, sabía dónde encontrar a mi hermano, y lo mataría también a él. Me obligó a luchar para él en una especie de circo; mucha gente iba a ver cómo nos matábamos unos a otros. Eran hombres uniformados acompañados por mujeres de la vida, que nos miraban y se reían. A veces hasta nos echaban monedas, como si fuésemos títeres, pero yo no podía hacer nada, mi vida ya no valía nada. Sin embargo, no podía ser culpable de la muerte de mi hermano.
»Así pasé un año entero, pelea tras pelea. Me hice un nombre en ese mundo y mataba a gente para la diversión de otros. Poco a poco me destruía por dentro, hasta que un día llegó el capitán general con una guarnición de su ejército y me liberó. Por aquel entonces, mi amo no pudo juzgarlo, parecía que sabía demasiado. Yo le debía la vida a aquel hombre, así que me arrodillé ante él y le dije que sería su siervo el resto de mi vida. Él me levantó y me dijo que lo único que podía hacer por mí era dejarme trabajar para él en su casa, de mayordomo. A pesar de ser muy estricto y serio, era una de las mejores personas que he llegado a conocer. Ahora os debo lealtad a vosotros, pues esa fue la última palabra de mi amo —explicó.
—Cuando estabas en la casa de Abdel, ¿llegaste a conocer a Dominique de Jover? —pregunté.
—Sí. Era un joven capitán francés, muy educado, que siempre iba acompañado por una francesa muy guapa, con el pelo amarillo como el oro. ¿Por qué? —preguntó a su vez, intrigado.
—Tenemos que capturar a esos tres. El general Álvarez de la Campana nos ha encomendado esa misión, y su poder está por encima del de nuestro antiguo jefe —contesté.
—¿También a Abdel, ese maldito…?
—Sí, también a él. No te preocupes, te lo dejaremos a ti —dijo Pepe sonriendo.
Debíamos descansar. No podíamos perder mucho tiempo; había que llegar pronto a Granada para recoger a nuestros compañeros y partir de inmediato hacia Valdepeñas. Sabíamos que allí estarían el árabe y el francés, y no se nos podían escapar.
Antes de que amaneciese, me levanté y fui hasta Bucéfalo. Este, al verme, relinchó de alegría; sabía que partiríamos de inmediato. Estar atado a un árbol era un tormento para un caballo con su sangre. Mientras le colocaba la montura, lo acaricié y le susurré que podría correr todo lo que quisiera, que teníamos un largo trayecto hasta llegar a nuestra ciudad. Cogí un poco de pasto y se lo ofrecí, pues debía estar bien alimentado: ese día no habría paradas, ni siquiera para comer; teníamos que llegar lo más pronto posible. Sabía que por este magnífico ejemplar no habría ningún tipo de problema; me preocupaban más Fabio y Caballo, no quería que fuesen un lastre.
Acariciaba, pensativo, mi caballo cuando llegó Pepe y nos anunció que no pararíamos hasta que el sol apuntase en lo más alto. Sería un regreso duro y agotador; teníamos que recorrer caminos poco transitados y tortuosos, pero era la única forma de atajar para recortar camino y tiempo. Fabio seguía tumbado junto a los restos de la fogata. Me acerqué sigilosamente a él y, cuando me disponía a despertarlo, este se precipitó sobre mí y me puso el cuchillo en el cuello. No dijo nada, y sus ojos estaban vacíos, blancos. De repente, volvió en sí, tiró el cuchillo al suelo y se disculpó: su subconsciente le hacía reaccionar así cuando se creía en peligro. Contó que, cuando vivía en casa de Abdel, muchos envidiosos intentaron matarlo mientras dormía, por eso siempre estaba alerta, incluso cuando parecía estar sumido en un profundo sueño. Tras aquel pequeño susto, desayunamos los restos de la noche anterior, además de un poco de queso que nos había preparado la niña de El Errante, nos pertrechamos bien, preparamos los caballos y partimos.
El regreso fue fatigoso. Subíamos y bajábamos colinas; no existía camino, sino una pequeña senda llena de aulagas y matorral andaluz. Piedras de todos los tamaños hacían difícil el tránsito con los caballos, incluso en algunos puntos debimos bajar de ellos y acompañarlos a pie. El fuerte noto nos empujaba, incansable; estaba furioso aquella mañana y escupía su terrible aliento, fuerte y abrasador. Nos colocamos los pañuelos para no respirar el polvo que levantaba y proseguimos la marcha por aquel sendero pedregoso.
Abandonamos el sotobosque y entramos en un frondoso bosque. Coníferas, pinos y alcornoques nos invadían por todos los rincones hasta que el sol desapareció por un techo de árboles, viejos pero fuertes, e hizo de él algo tenebroso. Fabio se detuvo. Su caballo se había puesto de manos y relinchaba. Dijo que el bosque había que cruzarlo andando, pues los seres que habitaban en él protegían a los caballos y si se percataban de que éramos sus amos no llegaríamos a cruzarlo. Solté una carcajada. Pepe, muy serio, dijo que no debíamos parar. Contaban historias de aquel bosque, habitado por seres mágicos y despiadados con los transeúntes. Quería atemorizarme, pero no lo consiguió; después de haber visto lo que pasó en casa de la bruja, ya no me asustaba tan fácilmente.
Nos bajamos de los caballos. Fabio cogió un palo, trazó un círculo en el suelo y comenzó a pronunciar en su idioma palabras incomprensibles para nosotros. Estaba muy concentrado. Cuando hubo terminado, se oyó un estruendo en el interior del bosque y vimos como huían despavoridos centenares de pájaros negros hasta perderse entre las copas de aquellos majestuosos y centenarios árboles. Pepe estaba serio: creía en la madre naturaleza y su fe no se depositaba en los hombres, sino en los seres vivos; hijos del bosque, los llamaba. Me pusieron un poco nervioso, pero debíamos atravesar el bosque a pie, a caballo o saltando; la cuestión era que no debíamos demorarnos.
Al entrar en él, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Comenzó a hacer un frío glacial y una densa niebla nos rodeó; nuestro vaho luchaba contra ella. Tiritando, agarré mi crucifijo. Pensé que todo era obra de mi imaginación, de la fatiga acumulada durantes esos días. Recordé la estancia en casa de Manuela, la bruja, el mismo escalofrío, pero esta vez notaba algo. Fabio se acercó a mí y me explicó que no pasaría nada, que los seres nos dejarían pasar. Había hablado con ellos antes de cruzar, les había pedido permiso y no nos impedirían el paso. Así que, con un miedo atroz, cruzamos aquel mágico bosque, siempre con la sensación de haber estado vigilados en todo momento. El nuevo compañero, además de pelear bien, dijo que era hechicero de una magia; vudú, la llamaba. Se trataba de una religión originaria de los pueblos africanos que fueron trasladados como esclavos desde el África profunda hasta las Américas, relacionada con la magia negra. Él era descendiente de aquellos esclavos negros provenientes de África.
Al salir del sombrío bosque, el paisaje se suavizó y llegamos a un gran valle terminado en un gigantesco pantano. Pepe dijo que era el pantano de Zahara, donde pararíamos para descansar un poco. Allí los caballos podrían beber agua y reponer fuerzas. Nos sentamos a la orilla del pantano, cercados por la espesa vegetación acuática de juncos y nenúfares; casi no se podía ver el agua. El croar de las ranas iba en aumento, parecían querer comunicarse entre ellas. Los caballos estaban sedientos, había sido un trayecto duro, aunque todavía nos faltaba más de la mitad. Era mediodía e intentaríamos llegar con el alba del día siguiente.
Al ver que los caballos habían repuesto fuerzas, reanudamos la marcha. Pepe anunció que el camino cambiaría y sería más suave. Debíamos hacer más leguas, hasta llegar a una villa que pertenecía a Archidona, en Málaga: Villanueva del Trabuco. Allí podríamos descansar, ya que conocía a varios trabuqueños que nos invitarían a una buena comilona. Decía que eran gente de bien; un poco brutos, pero con un corazón que no les cabía en el pecho. Ciertamente, el camino cambió: atrás dejamos las colinas de la sierra, los espesos bosques y los caminos impracticables incluso para los caballos. Ahora marchábamos por un sendero limpio, camino frecuentado por ganaderos de vacas y toros, así que no tropezamos en ningún momento con aquel monte bajo, tan típico de Andalucía, de matorrales, retamas, espinos, bolinas…
Pasó el día. El sol se ocultaba lentamente detrás de las montañas, comenzaba a oscurecer y una gran luna empezaba a salir de su escondite. Antes de que se dejase ver por completo llegamos a la villa, formada por unas pocas casas alrededor de una ermita. Paramos y algunos vecinos salieron de sus casas armados. No era muy frecuente ver a tres hombres a caballo en aquella aldea; además, estaban al corriente de los acontecimientos que se estaban produciendo por todo nuestro reino. Por suerte, preguntaron antes de disparar. Pepe les dijo quiénes éramos y que solo queríamos descansar un rato para proseguir con nuestra ruta. Uno de los aldeanos reconoció la voz de mi amigo.
—Pepe, ¿eres tú?, ¿el pastor granadino?
—Sí, y estos son mis amigos, Miguel y Fabio.
—¿Y tus cabras? —preguntó otro.
—Pues se las ha quedado el Ejército, ahora trabajo para él —respondió firmemente.
—Muy bien, bajad y acompañadnos, vamos a cenar algo —invitó el amigo de Pepe.
Los demás vecinos, al comprobar que no éramos hostiles, volvieron a sus casas; al día siguiente se informarían bien. Pasamos a la casa del amigo de Pepe; Julio se llamaba aquel hombre, era bajito pero fornido, con un gran y espeso bigote negro, quizá para ocultar su enorme nariz, y tenía unas manos que podían hacer dos de las mías. Su casa era la más cercana a la ermita. Vivía con su mujer, algo más guapa que él, y sus cuatro hijos, todos varones, con edades comprendidas entre los cuatro y los diez años. Eran clavaditos a Julio, tenían sus mismas manos y su misma nariz. Su mujer nos invitó a acompañarlos en la cena: había asado de carne, morcilla y chorizo, restos de la matanza del mes de diciembre; unas papas asadas acompañaban aquella sabrosa carne. No disponían de mucho, pero lo poco que tenían no les importaba compartirlo con nosotros. De verdad que eran gente de buen corazón.
Una vez que terminamos de cenar, Julio mandó a sus hijos a descansar. Debían levantarse temprano para ordeñar las cabras y la vaca que tenían, además de dar de comer a los mulos y hacer algunas tareas en el huerto. La escuela podía esperar, decía Julio, había tiempo para todo; lo primordial era la supervivencia, y las tareas había que hacerlas para poder sobrevivir. Yo no estaba de acuerdo con su filosofía, pero en parte tenía razón: las cosas no se hacían solas y había que echar una mano aunque fuesen pequeños. Debían aprovechar el buen tiempo, ya llegaría el duro invierno. Con todo, yo seguía creyendo que, por lo menos un par de horas al día, debían asistir a la escuela. Su padre tenía la responsabilidad de que aprendiesen a leer y escribir, así tendrían más posibilidades en el futuro. La villa disponía de una pequeña escuela a la que asistían, además de los niños de la aldea, otros de villas cercanas.
La mujer de Julio trajo unos vasos y una botella de aguardiente. Según dijo, era casero, lo habían destilado el invierno pasado. Sirvió dos dedos en cada vaso y nos invitó a beberlo, no sin advertirnos de lo fuerte que era. Brindamos por nuestra tierra lejos de las manos francesas, cerré los ojos y me lo bebí de un trago. El aguardiente me atravesó la garganta quemando cual ascua en la hoguera. Ardía, pero pasados unos minutos me sentía sin pesadez, como si no hubiese cenado nada.
—¿Queréis pasar la noche en nuestro establo? —ofreció Julio.
—No, tenemos que partir de inmediato. En media jornada deberíamos estar en la Cartuja, allí nos esperan para partir hacia Vald…
Interrumpí las palabras de Pepe con un pisotón por debajo de la mesa. Enseguida añadí:
—Nos han encomendado una misión; ya sabes, nada importante, encontrar a una persona.
—Muy bien, como deseéis. Entonces, ¿nos quieren invadir?
—Sí. Deberías estar alerta. Ahora mismo, Cádiz se ha sublevado, y no sé si lo ha hecho alguna ciudad andaluza más. En otras regiones no sabemos cómo anda la cosa; cuando lleguemos a Granada nos informaremos bien —expliqué.
—Lo mejor será que preparéis los refugios de la montaña, por si tenéis que mandar allí a mujeres y niños, y que dispongáis de armas. Si no las tenéis, intentad conseguirlas; la invasión será inminente a no ser que Napoleón se retracte, aunque no lo creo. Tiene retenida a media familia real en Bayona —contó Pepe mirando a Julio.
—Lo haremos —contestó este, nervioso.
Lo único que queríamos era avisarlos, no asustarlos; aun así, debían ser precavidos: los franceses atacarían primero las grandes ciudades, pero las aldeas y villas sufrirían saqueos y en ellas posiblemente se cebarían con los vecinos. Nos despedimos de Julio y de su mujer y montamos de nuevo en nuestros caballos. Pepe le pidió a su amigo que se cuidara y le aconsejó que no se fiase de nadie, pues había gabachos entre nuestra propia gente. Tras aquella revelación, partimos hacia Granada. En media jornada debíamos estar en la Cartuja y, una vez allí, establecer un plan para capturar a los espías franceses.
Pepe dijo que no encontraríamos aldeas ni villas en el camino que nos quedaba por recorrer. Sería una travesía plácida, porque no debíamos ni entrar en bosques ni subir grandes montañas. El único obstáculo que encontraríamos sería un río, el Cacín, que deberíamos cruzar porque bordearlo implicaría perder casi un día de camino. Pepe conocía un embarcadero por el que podríamos cruzar mediante una balsa. Cercano a él se hallaba el único puente que cruzaba el río en varias leguas, pero mi amigo prefería la balsa; según él, el puente no se encontraba en buen estado y podía ser peligroso utilizarlo.
Era de noche y estábamos fatigados, no solo por el trayecto, sino también por los días tan adversos que nos precedían. Ni siquiera hablábamos, solo teníamos ganas de llegar a destino. Pepe, que iba adelantado, nos indicó que el río estaba cercano. Fabio no decía nada, era un hombre serio y poco hablador; normal, tras una vida tan dura. Yo me sentía un privilegiado al lado de hombres como ellos. Cuando llegamos al embarcadero nos encontramos con que no había balsa: el río la había arrastrado corriente abajo y se podía entrever encallada en una enorme roca en medio del agua. Así que, muy a pesar de Pepe, nos dirigimos hacia el puente.
Lo hallamos en muy mal estado. Era un puente de peldaños de madera atados con cuerdas gruesas. Se veía inestable, pero era el único modo de cruzar sin perder tiempo. Les dije que yo cruzaría el primero. Bajé de Bucéfalo y le puse la mano en el pecho, lo notaba nervioso. Le susurré al oído que no se preocupara, que aguantaría; al otro lado podríamos seguir galopando. Lo tomé de las riendas y cruzamos despacio aquel frágil puente. Al pasar se oían crujir los peldaños de madera, que llevaban tiempo sin ser utilizados.
Cruzamos sin ninguna contrariedad, aunque Fabio tuvo que taparle los ojos a Caballo: cada vez que se acercaba al puente, este se frenaba en seco y no conseguía que diese ni un solo paso. Una vez que estuvimos todos en la otra orilla, decidimos descansar un poco. Los caballos seguían nerviosos y no debíamos agobiarlos. Pero no solo los caballos se encontraban así: mi corazón latía a una velocidad vertiginosa y quería salírseme del pecho. No era el único: vi que Pepe, el pastor acostumbrado a estos caminos, se retiraba detrás de un árbol para vomitar. Más tarde me contó que tenía fobia a las alturas. Poco después nos encontrábamos todos dispuestos a proseguir la marcha. En poco más de tres horas, sin contratiempos, llegaríamos a nuestro destino.
Todo era llanura. A lo lejos se veían aldeas, formadas por pocas casas, siempre alrededor de una ermita o iglesia. De los cañones de sus chimeneas se veía salir humo; aunque estábamos cerca del estío, por la noche refrescaba, y una gran humedad inundaba todo aquel valle. También se distinguían los rebaños de cabras pastando a la orilla de las montañas, el pasto estaba empapado y suave a esas horas de la noche.
Nosotros proseguíamos nuestra marcha en silencio, pensativos. Al llegar cerca del pueblo me invadieron recuerdos de mi estancia allí, pero sobre todo de lo maravillosa que era María, de su larga melena negro azabache, de sus grandes y hermosos ojos, de aquel fascinante cuerpo desnudo junto al mío al calor de la hoguera en el promontorio de la Campana. Intentaba dejar de lado el recuerdo del señorito Mendoza, pero me preguntaba cómo habría sido su reacción. Seguro que mis amigos habían averiguado algo. Si este se había propasado con ella, Daniel y Antonio se habrían encargado de él.
Mientras pensaba en todo aquello, Bucéfalo seguía galopando. Volví a la realidad y me di cuenta de que estábamos cruzando Granada. Pepe no quiso rodearla y prefirió cruzarla. Entonces se percató de que algo no iba bien: se veían numerosos focos de incendios, y por el camino vimos algunos cadáveres arrojados en las cunetas, de paisanos y soldados franceses. Aceleramos el paso. Parecía que había revueltas aquella noche; debíamos averiguar dónde estaban nuestros amigos.
Después de varios días de ausencia, al fin llegamos a la Cartuja. Dejamos los caballos en las caballerizas y el hermano Ernesto nos recibió urgentemente.
—Por fin llegáis —dijo con la respiración entrecortada.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Revueltas antifrancesas. El pueblo no podía contenerse más y se han desencadenado fuertes disturbios y revueltas. Se han oído disparos durante toda la noche, todavía se oyen algunos.
—¿Dónde están Daniel y Antonio?
—Se han unido a los ciudadanos en las revueltas. Dijeron que, cuando llegarais, os verían en El Gato Ibérico.
—¿Y Ramón? —pregunté, como si no supiese nada.
—Se fue hace un par de días. No sé adónde habrá ido, no dijo nada. Pero ha llegado un capitán y quiere verte —contestó.
—¿Un capitán? —repetí, atónito.
—Sí, está en la tienda de Ramón. Dice que lo envía don Tomás de Morla, el nuevo capitán general de Andalucía.
—Gracias, hermano Ernesto. Que Dios te lo pague —le agradecí, al tiempo que dejaba los caballos a su cargo.
Nos dirigimos hacia la tienda de Ramón, que estaba custodiada por dos soldados. Los saludé y, después de presentarme, les dije que su capitán deseaba verme. Uno de los soldados entró en la tienda y al poco salió de ella con su superior. El capitán era un joven alto y vigoroso, llevaba una espesa barba pelirroja e iba impecablemente uniformado: vestía un pantalón blanco con unas botas negras que le llegaban hasta la rodilla y una casaca azul con la pechera amarilla cruzada por dos bandas blancas; de su ancho cinto colgaba una larga y arqueada espada, y en la mano llevaba un bicornio con una pequeña pluma roja. Se dirigió tranquilamente hacia nosotros.
—Sois Miguel y Pepe, ¿no? —preguntó, con acento extranjero, aun sabiendo la respuesta.
—Sí, ¿y vos? —pregunté.
—Soy Cillian McCormac, capitán del regimiento fusilero irlandés. Me ha mandado el capitán general Tomás de Morla para que me incorpore con ustedes en la captura de los altos traidores. Desde ahora no tengo rango, pasaré a ser uno más de ustedes —explicó.
—No cumplimos órdenes del general Tomás de Morla, solo de nuestro general —repuse muy seriamente.
—Mi general está al corriente de todo, tiene el consentimiento de su general, Álvarez de la Campana.
—¿Y nos podemos fiar de vos? —dudó Pepe.
—Eso depende de ustedes —replicó él, severo.
—Bueno, pues deje el uniforme; Mingorance le dará uno como los nuestros. Le esperaremos al alba en nuestras tiendas, no se demore —anuncié, haciéndole ver quién mandaba—. Y, por cierto, este es Fabio, uno de los nuestros.
Fuimos hacia nuestras tiendas. Debíamos acicalarnos un poco, estábamos hechos unos guiñapos, sucios y mugrientos; normal, después de un largo y duro trayecto. Disponíamos de otras mudas, así que nos cambiamos, nos aseamos un poco y nos tendimos en el interior de las tiendas; saldríamos en busca de nuestros amigos al alba.
Yo estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Demasiada información en tan poco tiempo. Me asaltaban dudas acerca de todos los acontecimientos que habían ocurrido en un corto mes. Había pasado de ser un maestrucho a ser un cazador de traidores a nuestra corona; de no saber ni cómo coger un fusil a matar a soldados franceses; de no conocer a militares a haberme codeado con los grandes generales del Ejército.
Pero lo más importante de todo era María. Parecía que hiciese años que nos habíamos casado. La echaba de menos, su olor, su sonrisa; era un todo. Aquello me hacía daño, me oprimía el corazón. Sentía que me faltaba algo, y casi no podía respirar cuando sus recuerdos afloraban a mi memoria.
Me levanté. Pepe y Fabio estaban dormidos, así que decidí dar un paseo por los jardines del monasterio. Al llegar a la cocina, justo en la puerta me di la vuelta y me acordé del hermano. Ahora no tenía a quien contarle mis penas. Aquel hombre sabía cómo alegrarme, pero ya no estaba.
Seguí andando hasta llegar a las caballerizas. Allí estaba Bucéfalo, oculto entre las sombras. Lo oí relinchar. Sabía que andaba por allí y me acerqué a él, cogí un cepillo del hermano Ernesto y lo cepillé. Le conté lo agobiado que me encontraba; no sabía si saldríamos vivos de esta, pero tenía que hacer lo imposible para estar al lado de mi amada, y este era el único camino. Además, me sentía responsable de mis amigos; Ramón los había dejado a mi cargo y no podía defraudarlos. Eran buenas personas, algo toscos pero de gran corazón.
La claridad invadía el paisaje. Dejé a mi amigo reponiendo fuerzas en las caballerizas y fui hacia la tienda. Pepe y Fabio ya estaban levantados, preparados para salir.
—¿Y el capitán? —pregunté.
—No sé, todavía no ha llegado. ¿Nos podemos fiar de él? —dudó Pepe.
—Debemos hacerlo. Si viene en nombre de los generales y sabe de nuestra existencia, debe de ser de su confianza, ¿no? No nos queda más remedio. Intentaremos que sea uno de los nuestros. Pero eso no significa que no lo vigilemos —advertí.
Mientras debatíamos si era digno de nuestra confianza, Cillian apareció. El sastre le había dado un traje negro que le quedaba perfecto, parecía hecho a medida. Traía dos Baker en la mano, uno era para Fabio; por lo menos su graduación nos serviría para algo. Nos preguntó por el pañuelo, y Pepe le explicó que en su momento sabría para qué era, que no debía quitárselo. En algunas situaciones era mejor que no conociesen nuestras caras.
Una vez reunidos, partimos de inmediato hacia El Gato Ibérico, que no se encontraba muy lejos del monasterio. Tenía ganas de ver a mis amigos y esperaba que se encontrasen bien. Uno muy fanfarrón y el otro muy osado: la mezcla perfecta para las revueltas de la noche anterior. Por el camino no encontramos a nadie, solo quedaban rastros de la rebelión por todas las esquinas de la ciudad: sangre, casas que habían ardido… Con el alba, los ánimos se habían calmado. Tampoco había indicios de la presencia de soldados franceses.
Al llegar a la taberna, la puerta estaba cerrada. Pepe llamó con fuerza, pero no respondió nadie. Le pedí a Fabio que me acompañara y dimos la vuelta a la esquina hasta llegar a la puerta de atrás, que estaba entreabierta. Cogimos los Baker y entramos sigilosamente. No sabíamos qué nos podíamos encontrar. Nos tapamos la cara con el pañuelo; a partir de ahora, lo haríamos en toda situación peligrosa.
Aquella puerta conducía a la cocina, pero allí no había nadie. Seguimos andando hasta encontrar otra puerta, en este caso cerrada. El corazón comenzaba a latirme cada vez más rápido. Cerré los ojos un instante y respiré hondo. La abrí mientras Fabio apuntaba, pero cogí el Baker de mi nuevo compañero y lo bajé hasta el suelo. Allí estaban, sentados en una mesa, Antonio, Daniel y el Tuerto.
—¡Ya era hora, hermano! —exclamó Daniel.
—Por fin —dije, aliviado—. ¿Por qué tenéis la puerta cerrada?
—Ha sido una noche movida —contestó Antonio sonriendo.
—¿Y este? —preguntó Daniel.
—Es nuestro nuevo compañero, se llama Fabio. Y esperad… —dije mientras me disponía a abrir la puerta de entrada.
—Hombre, si estáis aquí, ¡qué extraño! —ironizó Pepe al entrar.
—¡Amigo! —exclamó Antonio.
Se levantaron de la mesa y nos saludaron; nosotros les presentamos a los dos nuevos compañeros. Antonio no dejaba de mirar a Fabio, nunca había visto a una persona negra. Había oído que había gente tan oscura como el carbón, pero en los pueblos era muy extraño ver a alguno de ellos. No es que él fuese muy blanco, pero Fabio era del color de la noche, tan oscuro como el azabache. En el otro extremo se hallaba Cillian, blanco como el nácar, con una espesa barba pelirroja. Algo tenían en común estos nuevos compañeros: su acento. Cada vez que hablaban se notaba a leguas que eran extranjeros.
El Tuerto trajo algo para comer: una olla de gazpacho y una tortilla hecha con las sobras de la noche anterior —chorizo, pimientos colorados y un sinfín de ingredientes—; también sirvió una gran jarra de cerveza. Mientras comíamos nos mirábamos, cómplices. Teníamos ganas de escuchar qué había sucedido durante nuestros viajes, pero el hambre superaba a la curiosidad. Cogí un vaso de cerveza y le dije a Daniel que debíamos hablar. Dejé al Gitano con los demás para que pudiese hacerles su habitual interrogatorio.
—Cuéntame algo de María, por favor, dime que está bien —le supliqué.
—Fuimos a la hospedería del Huraño, pero no había dejado correspondencia alguna. Nos preocupamos, así que nos acercamos a la casa del señor Mendoza y conseguimos hablar con la sobrina de María. Le dijimos que éramos amigos tuyos y nos trajo a su tío. Este nos pidió que no fuésemos más por allí, que el señorito se había enfurecido por lo de aquella noche y había tomado represalias. Había dicho que ahora le pertenecían y que no serían libres jamás; además, tiene influencias, conoce a generales de ambos bandos y ha asegurado que dará con los que le asaltaron.
—¿Y María?, ¿qué le ha hecho a María? —pregunté, enfadado.
—Nada, nada —negó Daniel.
—Mientes muy mal —le repliqué.
—La han azotado, diez latigazos —confesó mirando al suelo.
—¿¡Cómo!?
Me levanté de un salto y golpeé la mesa. Todos me miraron.
—¡Siéntate! Su tío ha dicho que está bien. Ahora no es momento para esto, ya ajustaremos cuentas con ese. Céntrate, cuando terminemos acabaremos con él y podrás reunirte con ella. Antes tenemos que resolver otros asuntos, nos hemos enterado de ciertas cosas —reveló mientras me empujaba de nuevo a la silla.
—De acuerdo, nosotros también tenemos buenas nuevas, aunque quizá no tan buenas —contesté.
Nos sentamos otra vez con los demás. Debíamos tener una larga charla e informarnos de todo, así que le pedimos al Tuerto que cerrara la taberna. No puso ninguna objeción: el ambiente seguía caldeado y podía haber nuevos disturbios en la capital, de modo que era mejor tener el negocio cerrado.
Daniel comenzó el relato. Habían llegado a Almuñécar para recabar información sobre Anne. Fueron al prostíbulo, pero ya no estaba allí. Preguntaron a una de las mujeres y, tras recibir una buena propina, les dijo que se rumoreaba que estaba presa en la torre del Diablo, una torre de vigilancia a poco más de una legua de la villa que bordeaba la costa, en un gran acantilado de unos doscientos cincuenta pies de altura, con un corte recto terminado en un sinfín de rocas puntiagudas y un mar casi siempre enfurecido, donde los remolinos y los vientos de todas las direcciones golpeaban con fuerza. Sin pensar muy bien qué debían hacer, fueron hacia allí.
En aquel punto, Antonio interrumpió a Daniel y siguió contando él la historia. Al llegar a la torre se encontraron con que estaba custodiada solo por dos soldados de las colonias francesas. Parecían mamelucos, pero no eran tan fornidos y musculosos como los que habían matado en el prostíbulo. Comenzaron a sospechar, algo no encajaba. Se pusieron el pañuelo y, tras acabar con ellos, consiguieron entrar en la torre. En ese momento, Antonio y Daniel comenzaron a discutir como niños sobre quién había matado a más soldados franceses y sobre quién tenía mejor puntería, hasta que los interrumpí y los invité a que prosiguieran. Fabio y Cillian estaban asombrados, mientras que Pepe disimulaba una sonrisa e intentaba centrarse en la historia.
Continuó Daniel. Después de matar a los centinelas, entraron en la torre. Dentro solo había un guardia, pero era viejo y no quisieron matarlo. Como tenían que recabar información a toda costa, le intentaron asustar con Ramón, por si funcionaba igual que con la Francesa. No obstante, el viejo se echó a reír, así que no se lo pensaron mucho y le hicieron hablar llevándolo a lo más alto de la torre y colgándolo por los pies. Lo amenazaron con dejarlo caer al vacío si no hablaba, y no tardó ni un suspiro: Ramón no era quien decía ser, y la Francesa se encontraba en paradero desconocido porque ese tal Ramón había ido a por ella en un carruaje y se la había llevado sin dar explicaciones; parecían muy amigos. Antonio y Daniel no querían contar qué había pasado con el viejo, hasta que Antonio no pudo aguantarse y confesó que a Daniel se le había escapado y había caído al vacío, donde se había perdido en la marea que el poniente arrojaba con fiereza contra las rocas del acantilado.
Era mi turno, y comencé contando lo duro que había resultado el trayecto.
—Cuando llegamos a la casa de Abdel Samí, el contacto de Ramón, nos atendió un turco llamado Arda. Era buena gente, pero bastante ingenuo. La casa era algo fuera de lo común, hasta tenía cocodrilos en el jardín —dije mirando a Pepe.
—¡Que se lo digan al chaval que entró con nosotros! —exclamó mi amigo.
—Íbamos hacia el despacho de Abdel cuando vi un retrato en el pasillo que me llamó mucho la atención. Sin lugar a dudas, conocía a los que estaban retratados: Anne, la Francesa, que en realidad se llamaba Marguerite, el propio Abdel Samí y Dominique de Jover —continué mientras miraba a Daniel.
—¿Dominique de Jover? —preguntó, serio, el gigantón.
—Pues sí, y en realidad el tal Dominique de Jover es nuestro amigo Ramón —revelé.
Todos se quedaron atónitos. Nuestro jefe era en realidad un traidor, un espía que trabajaba para Napoleón. Nos había utilizado, todo era una estrategia de ese sucio y malnacido gabacho.
—Entonces, ¿los que hemos capturado para él…? —preguntó Daniel.
—No sé, pero un hombre de honor ha muerto por culpa de este individuo. Nos mandó que capturásemos al capitán general de Andalucía, corrió el bulo de que era un traidor a nuestra corona y, entre el ambiente hostil, la gente enfurecida y los acontecimientos que llegaban desde todos los puntos de España, han acabado con la vida de un buen hombre.
Cillian terció entonces:
—Los hombres que habéis capturado eran en realidad espías de nuestro Ejército que antes trabajaban para él. Sabían demasiado y tenía que quitarlos de en medio, y vosotros se lo habéis puesto en bandeja.
—¿Y ahora qué?, ¿ya se ha acabado todo? —intervino Antonio.
—No, ahora tenemos un nuevo jefe, el general Álvarez de la Campana. Nos ha encomendado la misión de capturar a los tres del retrato —declaré.
—¿Y dónde vamos a encontrarlos? Será como buscar una aguja en un pajar —protestó Daniel.
—No, nuestro amigo Arda, tan ingenuo, creía que trabajábamos para Dominique y nos dijo dónde encontrarlos.
—¿Dónde? —preguntó, nervioso, Antonio.
—En Valdepeñas, en las afueras; a dos leguas, aproximadamente. Tiene una fortaleza situada en el cerro de las Cabezas, que en su día fue un asentamiento íbero, junto al río Jalón. Está cercada por una muralla de cinco mil pies de línea, murallas de cajas, ciclópeas, con casamatas, bastiones circulares y rectangulares, torres circulares que sirven para vigilar y puertas carreteras; además, cuenta con numerosos muros de contención y terrazas, para aguantar la colina. Es inexpugnable, tiene un ejército de mamelucos, unos cincuenta. Por si fuera poco, el general Ligier-Belair se encuentra con sus quinientos dragones a unas cuatro horas de allí —explicó Cillian, que demostró saber tanto o más que nosotros.
—Sabemos dónde encontrarlos, cuando lleguemos ya veremos cómo entramos en la fortaleza; eso es lo de menos, nos gusta improvisar —dije con una sonrisa.
El Tuerto trajo otra jarra de cerveza; esperamos a que la sirviera y a que se fuese a la cocina para seguir con nuestra conversación. Antonio nos relató lo que había pasado la noche anterior: la gente de la ciudad se había movilizado en pequeños clanes y había increpado a los soldados franceses. Estos no reaccionaron hasta que uno de los grupos mató a varios de ellos; entonces empezaron las sublevaciones y los altercados en toda la ciudad, y quemaron casas de ciudadanos que creían afrancesados. Una locura. Pero allí estaban ellos dos: si podían quitar de en medio a algún francés, mejor, y eso hicieron.
Antonio y Daniel comenzaron a discutir, de nuevo, sobre quién había matado a más franceses, quién tenía mejor puntería y quién peleaba mejor cuerpo a cuerpo, hasta que Cillian se levantó de la mesa y dijo que había que tenerles un respeto porque eran personas como nosotros, con mujeres e hijos; en definitiva, con una familia que mantener. Por eso luchaban en el ejército de Napoleón, por dinero, al igual que todos sus paisanos. Cuando la pobreza hacía que se pasaran penurias había que trabajar donde fuese. Nos contó que sus paisanos se habían alistado en el Ejército de España, en el regimiento de Ultonia, porque en su país el hambre era un gran problema y los hombres hacían lo que fuese para conseguir un pequeño sueldo. Les pagaban poco, pero era la única forma que tenían de mantener a sus familias en Irlanda.
Los dos fanfarrones se callaron y se quedaron pensativos. Cada uno de nosotros tenía un motivo personal para luchar en esta inminente guerra. El de Cillian sería el hambre, pero los demás también teníamos los nuestros: Pepe quería recuperar a su familia, y para ello necesitaba dinero; a Fabio le movía la venganza, debía matar a quien vendió a su amo; Daniel luchaba, según él, por el honor de su familia, pues su padre y su abuelo habían muerto en batallas y él no iba a ser menos; Antonio aspiraba a que lo recordasen como un héroe y no quería pasar desapercibido por la vida, y yo lo hacía por amor. Todos y cada uno de estos motivos me parecían de lo más respetables y ninguno era más noble que otro. El nuevo amigo irlandés tenía razón: los soldados que matábamos merecían un respeto, a ellos también los movían sus razones para enfrentarse a nosotros.
Después de esta breve discusión, les aconsejé que descansaran y les di el día libre. A la mañana siguiente partiríamos hacia Valdepeñas. Nos levantamos de nuestras duras sillas y brindamos por los nuevos compañeros y por que nuestra nueva misión resultase un éxito. Le pagué al Tuerto y nos marchamos, la compañía de los seis, hacia el campamento de la Cartuja. Teníamos que prepararnos para el día siguiente.
Ya en el campamento, Fabio y Pepe se dedicaron a limpiar los Baker, mientras que Daniel y Cillian buscaron al nuevo hermano cocinero para que les preparase víveres para el viaje. Antonio y yo fuimos hasta las caballerizas para revisar las monturas de los caballos.
—Amigo, necesito ir, con el crepúsculo, a ver a María —le dije.
—¿No cree que sería mejor esperar, maestro?
—Quiero, pero no puedo. No estaré centrado en la misión sin saber cómo se encuentra. Solo será un rato; cúbreme, por favor. No te pido que vengas conmigo, solo que, cuando te pregunten dónde estoy, los engañes. Es un favor personal, entre amigos —le pedí, casi suplicando.
—De acuerdo, solo porque es mi maestro —accedió—. Pero no haga ninguna locura, le necesitamos.
Respiré, aliviado. Tenía el consentimiento y la complicidad de mi gran amigo, el Gitano. Mientras repasábamos las monturas le pregunté si se había leído el libro que le había regalado, y asintió con la cabeza. Era sorprendente el poco tiempo que había tardado en aprender a leer. Aún se atrancaba un poco, pero el resultado era magnífico. Contó que cada noche lo leía y que le resultaba increíble lo que había hecho Ulises en aquel viaje de vuelta a casa; era todo un héroe, y quería parecerse a él y a su hijo, Telémaco, que pasó de ser un niño a convertirse en un hombre en aquella increíble aventura.
Me contó, también, que gracias a Daniel había sabido dónde se encontraba Erin. Una amiga de este, una mujer de la vida con la que mantenía una relación especial, le había contado que la conocía y que se hallaba en Córdoba, en una hospedería de la capital califal, cerca de la mezquita. No conseguía dejar de pensar en su diosa de la guerra, no se la podía quitar de la cabeza. Todas las noches soñaba con ella; después de que lo hubiera salvado en la sierra de Cázulas, sabía que su destino, además de llegar a ser un héroe, era morir al lado de ella. Al escuchar aquellas profundas palabras le pregunté si entendía por qué necesitaba ver a María. No había momento de sosiego, pero debíamos levantar el espíritu nostálgico de querer estar con ellas y no estarlo nunca.
El cielo se oscureció y cambió el color celeste por un azul oscuro, casi negro. Una brisa fresca me rozó la cara. Inspiré profundamente y me llegó el olor a lluvia: se aproximaba una tormenta. Miré al Gitano y le dije que pospondríamos la salida hasta que escampase; no partiríamos lloviendo, teníamos tiempo de sobra.
Debía decirles a los demás que se retrasaba la salida, que descansaran, que no se metiesen en líos y que a mí me habían llamado, que estaría ausente hasta el día siguiente.
—¿Cree que son tontos? —me preguntó Antonio.
—No, pero si les digo adónde voy no me dejarán ir.
—Sabe lo que hace, no voy a ser yo quien le diga lo que tiene que hacer, porque yo actuaría igual —dijo, comprensivo.
—Muy bien, pues hablaremos mañana. Cuida del gigantón, no quiero que se meta en líos. Que descanse. Debemos estar preparados para la nueva y, si Dios quiere, última misión —concluí mientras montaba en Bucéfalo.
Comenzó a chispear y después empezó a caer una débil lluvia, más caladera. Aún faltaba para que llegase la tormenta, muy propia de este tiempo; eran las últimas lluvias antes del estío. Salí del monasterio por la entrada principal, así no me verían marchar. Bucéfalo brillaba y galopaba como nunca. El agua le golpeaba la cara, pero no le frenaba. Debía recordar sus días en las llanuras de la sierra, libre, sin ataduras, salvaje, en su hábitat natural. Corría como el viento; desde que lo montaba no había cabalgado de esa forma indómita. Era pura energía y parecía desbocado, pero en ningún momento intentó tirarme; al contrario, sabía qué me pasaba, adónde íbamos y que teníamos que ayudarnos, debíamos ser uno.
Llegamos a la hospedería del Huraño. La frágil lluvia cesó y un relampagazo de sol nos cegó, indicio de que la tormenta irrumpiría en breve. Un niño me recibió en la puerta, no tendría más de doce años. Sabía quién era: el hijo de la viuda, lo llamaban. Bajé del caballo y le pregunté qué hacía allí; me contestó que trabajaba para don José. No sabía que el Huraño se llamaba así. Me alegré: parecía que había cambiado de actitud. Sabía que no le gustaba estar solo, aunque él dijese que sí.
Acompañé al chico hasta el establo. Allí se encontraba el caballo francés que le habíamos regalado al dueño; alguien lo cepillaba.
—Don José, tenemos visita —anunció el chico.
—No tienes correspondencia —gruñó el Huraño al verme.
—Necesito una habitación para hacer noche —le pedí.
—De acuerdo, pero una sola noche. Puedes dejar tu caballo aquí.
Don José dejó a Bucéfalo, a regañadientes, a cargo del muchacho. Me acompañó a la casa y me invitó a sentarme al lado de la chimenea, que estaba encendida y daba luz a aquel lóbrego día. Trajo una jarra y dos vasos de barro, se sentó enfrente y, llenándome el vaso, preguntó:
—¿Qué te trae por aquí, viejo amigo?
—Necesito un favor personal —dije, y le di un trago a la bebida.
—¡Es aguamiel! —exclamó al ver la cara que puse.
—Deliciosa —contesté, para suavizar aquel agrio carácter.
—¿Qué necesitas?
—Que traigas a María aquí —respondí, serio.
—¿Y cómo pretendes que consiga eso?
—No sé, pero necesito verla. Mañana parto a una misión y quizá sea la última vez que pueda hacerlo —le expliqué.
—Mandaré al chico, es amigo de su prima —resolvió; luego le dio un largo trago al vaso.
Me dejó allí sentado y fue a hablar con el muchacho. Al poco entró de nuevo en la casa y me dijo que estaba todo hecho, que me calentase con el fuego de la chimenea y me bebiese aquel delicioso brebaje; no había que ser impaciente. Había pasado un rato y ya estaba seco, así que decidí salir al porche. Me senté en la mecedora que tenía el viejo y esperé. Cada minuto que pasaba parecía una eternidad. Mientras me balanceaba recordaba a María, a mis amigos y las aventuras que habíamos vivido juntos en tan poco tiempo. Los párpados me pesaban e intentaba luchar contra aquella somnolencia, pero me venció y me quedé dormido.
Soñé de nuevo que despertaba en la puerta de la escuela. No había nadie y una espesa niebla penetraba en la casa. Me adentré pensando que encontraría a María, pero estaba solo. La niebla comenzó a disiparse y distinguí a alguien cerca de mi mesa. Se hallaba de pie, en silencio; me acerqué y reconocí a Ramón. Me miraba y se reía. Al preguntarle el motivo de su risa, se limitó a señalar a un rincón del aula, me giré y vi a mis amigos en el suelo, ensangrentados. Me asaltó una sensación de ahogo. Volví a girarme hacia él, pero ya no estaba.
Mientras me secaba las lágrimas oí una voz que me decía que me tranquilizase, que ella me protegería. Empezaba a sentir alivio cuando, de repente, sonó un aterrador estruendo. Abrí los ojos y vi el cielo iluminado: estaba sentado en la mecedora y había comenzado a llover, casi a diluviar. No sabía cuánto tiempo había estado durmiendo, pero por el color del cielo parecía que bastante, pues era ya de noche. Me restregaba los ojos para secarme las lágrimas que me quedaban cuando vislumbré una sombra en penumbra que se acercaba a la entrada de la hospedería. Eché mano al cuchillo y me levanté sobresaltado. ¿Por qué el Huraño no me había despertado antes?
Me acerqué a la puerta. Quería saber quién llegaba hasta allí a esas horas y con aquel tiempo. La sombra desaparecía y se convertía en persona. A la vista del charco bajo sus pies, quien fuese estaba empapado. Aún no distinguía de quién se trataba cuando la puerta de entrada se abrió y la figura se perfiló. No podía ser: era María. Estaba allí, y yo no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Corrí hasta ella, la giré hacia mí y la abracé. El Huraño nos reprendió y nos pidió que pasáramos dentro, allí nos podían ver.
La acompañé hasta la chimenea para que se calentase; estaba totalmente empapada. Le pregunté al viejo cuántas horas había dormido allí y me dijo que todo el día, que se me notaba fatigado y por eso no había querido despertarme. Yo estaba nervioso, no sabía ni qué decirle a mi mujer. El corazón me latía con furia. María me cogió de la mano y nos sentamos al calor del fuego. Me tranquilizó acariciándome el pelo y me susurró al oído que debíamos subir a la habitación, tenía ganas de hablar conmigo a solas. El Huraño se encontraba sentado en la misma estancia y dormía plácidamente roncando como un oso. Me acerqué a él y le eché sobre las piernas la manta que tenía en el suelo.
Tomé de la mano a María y subimos a la habitación que había preparado don José. Mientras caminaba de la mano de mi mujer, suplicaba a Dios que no fuese un sueño. Abrí la puerta y entramos: la habitación era pequeña pero acogedora. Al estar situada justo encima del comedor, era la única que disponía de una pequeña chimenea. En un rincón había un haz de leña. Solté un momento a María, cogí la madera y encendí una pequeña fogata para que se secase.
Estaba hincado de rodillas en el suelo prendiendo una llama cuando oí que me llamaba. Me puse en pie y me di la vuelta: allí estaba, enfrente de mí, desnuda. El corazón me dio un vuelco. Solo llevaba al cuello el ojo de Farida, negro y brillante, que se iluminaba con el fuego. Su larga melena empapada le cubría parte del pecho. No sabía hasta qué punto estaba enamorado de ella. Me sentía nervioso y no podía articular palabra. Ella se acercó lentamente a mí y me pidió al oído que me desnudara. Nos abrazamos y, como aquella noche en el promontorio de la Campana, nos besamos e hicimos el amor con pasión y deseo. Fue lo más hermoso que me había ocurrido en tiempo.
Eché una manta en el suelo, delante de la chimenea. Nos tumbamos y nos miramos. Parecía que lleváramos años sin vernos. No conseguía dejar de sonreír. Me incliné y miré su espalda: los latigazos todavía no habían cicatrizado. Al verlos, mi respiración se contrajo; me asfixiaba. ¿Cómo podía alguien hacer algo así? Ella, al ver mi rostro, se giró hacia mí, me cogió la cara con las dos manos y me dijo que no mirase, que ya había pasado, que ahora estábamos juntos y nadie podía romper aquel momento mágico.
Nos sentamos y charlamos tranquilamente. Se lo conté todo, debía saberlo, no tenía que haber secretos entre nosotros. Asombrada, escuchaba atentamente todas las aventuras que había vivido y me preguntaba por mis amigos. Se sorprendió al conocer el valor del sobrino de la Gitana. Me confesó que me envidiaba porque, aunque hubiese corrido peligros, había visto el mar, algo que ella deseaba con anhelo. Decía que el mar proporcionaba la libertad deseada, la que ella necesitaba.
También le conté mis sueños, cómo desde que nos separamos no podía descansar tranquilo y la angustia de verla muerta entre mis brazos. Ella me dijo que los sueños eran solo eso, sueños, y que no tenía por qué agobiarme. Debía poner toda mi concentración en mantenerme con vida, porque necesitaba que la rescatase del infierno en el que vivía. Me pidió que no me demorase, pues no sabía cuánto tiempo podría soportar aquel calvario.
Entonces rompió a llorar. Yo no podía verla así y empecé a enfurecerme, pero ella, al ver la ira en mis ojos, dejó de llorar, se secó las lágrimas y me acarició de nuevo el pelo para que me tranquilizara. Me pidió que no hiciese ninguna locura y me aseguró que todo se arreglaría. Ya más sosegado, le dije que cuando cumpliera aquella misión se terminaría su martirio.
No podía dejar de admirar aquella belleza y la contemplaba embelesado. Solo el ruido del exterior me distraía: se oía cómo apretaba la tormenta y los truenos se mezclaban con el viento, que golpeaba la pequeña ventana de la habitación. Me acerqué a María y la besé, le dije que la quería más que a mi propia vida y le juré por lo más sagrado que terminaríamos juntos, que haría todo lo posible por mantenerme con vida y que, cuando llegase allí, ajustaría cuentas con aquel bastardo, que acabaría con él. Ella me correspondió a aquel beso y, de nuevo, nos fundimos en uno solo.
Se quedó dormida, abrazada a mí. Yo no podía conciliar el sueño, pero prefería no dormir. La miraba y daba gracias a Dios por la suerte que tenía. Fuera dejó de oírse el estruendo, la tormenta había amainado y habíamos pasado toda la noche juntos. Solo deseaba que aquello no acabase jamás, pero el alba se aproximaba y llegaba la hora de separarnos.
La desperté acariciándole el pelo y le susurré al oído que había llegado la hora. Se despertó y me besó. No quería separarse de mí. Suspiré, pero era la hora de la despedida. No podía acompañarla a la casa del señor, si nos veían juntos el castigo se recrudecería. Nos vestimos despacio, contemplándonos, sin poder dejar de sonreír. Le acaricié la cara y le recordé que era lo mejor que me había pasado en la vida y que lucharía por ella.
Bajamos a la cocina del Huraño, que seguía dormido en el sillón del comedor. Cogí una manzana y se la ofrecí a María. Mientras se la comía me acerqué a don José y le dejé unas monedas, más de lo que costaba la noche de habitación. No tenía muchos ingresos y le hacía más falta a él que a mí; ahora tenía un muchacho a su cargo. Volví a la cocina y le dije a María que debía partir, que no se demorase. Tenía que llegar a casa del señor antes de que amaneciese. Nos despedimos. Sabíamos que podía ser un adiós definitivo, pero teníamos la esperanza de que fuese un hasta luego.
Al cabo de unas semanas tendría noticias mías. Debía ser firme y no derrumbarse ante el señorito. Si no aguantaba más, yo tenía un plan, aunque solo debía recurrir a él en caso de extremo peligro: don José guardaría para ella ropa y dinero que yo le dejaría, además de una carta con la dirección de un familiar de Sevilla, un hermano de mi padre llamado Pedro Quintana. Le había escrito contándole el problema y le había pedido que, si ella aparecía por allí, la protegiese hasta que yo llegase. No habría impedimento, Pedro era una de las personas más bondadosas que conocía y su mujer, mi tía, tenía un corazón que no le cabía en el pecho. Eran dos personas maravillosas que, llegado el caso, la cuidarían como a una hija.
Aclaraba el día y ya no podía demorar más la separación. Mi corazón se partió al verla marchar y desaparecer ante mi vista, y no podía hacer nada, solo rezar para que no pasara nada hasta que pudiese rescatarla del infierno en el que vivía. Caminaba, pensativo, hacia el establo cuando vi aparecer al muchacho. Le dije que me marchaba y le pedí que preparase el caballo porque partía de inmediato. Este, sin demora, preparó a Bucéfalo, le di las gracias por todo y le lancé una moneda como propina, que cogió al vuelo. Monté y, tras despedirme del chico, me marché.